sábado, 29 de enero de 2011

Taxi Driver


Ni siquiera los lectores que nos negamos a caer en la  trampa de la novela negra, hemos podido sustraernos a la evidencia de su moda. Ya eso sería suficiente motivo para salir huyendo de las sobrediseñadas y archipromovidas portadas que nos acechan desde todos los rincones de las librerías y hasta de los supermercados. Pero  hay otros.

Y veo uno de los principales en la  insensatez que recorre el mundo. Tanto  ese ejército de investigadores más o menos privados, como las falanges de lo  que se ha dado en llamar telerealidad, se nos están convirtiendo en una segunda piel cultural. A veces inconfesable, a veces lucida con orgullo de bronceado marbellí, es evidente que va camino de naturalizarse en adn.

Y tan alienante es lo  uno como lo otro, aunque vaya por clases. Porque quienes se estremecen y excitan con las variadas sagas larsson, miran con desdén a los seguidores de todas esas norias, veranos y qué sé yo qué más atracciones de la  variada feria cañí que vuelve a definirnos, como en aquellos tiempos de los que creíamos haber salido. Pero por ahí andan...

Ya es evidente que esa segunda piel nos inmuniza por completo y nos permite aventurarnos por entre los mensajes de los medios de comunicación, cada vez más volcados en el  relato de la violencia. Las guerras, los desastres naturales, la  de género, la juvenil o el  terrorismo. Encajamos todas las violencias que nos asaltan desde la hora del  desayuno, y que van alimentando nuestra sensación de saber marear todas las tormentas, sortear todos los peligros, y llegar al final del día celebrando que seguimos enteros.

Esa violencia que ya ni identificamos porque es nuestra vida, es la  violencia que emana de nuestro sistema económico, social y cultural, la violencia del hombre que come hombre, y perro si hace falta, y todo por un puñado de euros. Pero a eso hemos llegado. Así que cuando nos asalta el  relato de alguna tragedia acaecida a nuestros semejantes, lo aislamos, lo  condenamos como una aberración, y seguimos viendo la  televisión tan ricamente. No forma parte de nuestro mundo, la violencia es siempre cosa de otros, de esos a los que les pasan esas cosas, ellos sabrán  por qué.

A mí,  uno  de esos hechos  se me está  enquistando en el corazón (social, que también tenemos). La secuencia demencial  de actuaciones públicas y privadas que siguen sucediendo a la desaparición de Marta del  Castillo en Sevilla, colma la capacidad de espanto del más  avezado  lector de novela negra, como del más salvaje espectador de telebasura. Ni  necesitamos a Nieves Herrero para irnos marcando las pautas del horror ni los plazos del estremecimiento.

 Un desaforado grupo de adolescentes, secundados por algunos adultos, han secuestrado lo  que se creían derechos inalienables de la persona: el derecho al dolor por los muertos más  cercanos, el derecho al cuerpo  de los desaparecidos, el de la sociedad a consolar y acompañar a  quienes sufren la  pérdida de alguien tan próximo como pueda serlo un hijo. Y eso después de haber confesado que sí, que mataron brutalmente a la joven que se cruzó en su camino. Pero ni años de investigación, millones invertidos en búsquedas infructuosas, ni el Cuerpo de Policía,  ni la Justicia, han sido  capaces de romper la omertá de quiénes encontraron esa rara solidaridad  en el desafío a la  sociedad. Cuyas consecuencias quieren eludir a toda costa. Y sus padres, hermanos, vecinos y novias participan del mismo pacto en una ceremonia de ignorancia y crueldad solo  comparable al desprecio por el dolor ajeno que muestran las  acciones terroristas. La apertura de fosas comunes habilitadas durante la Guerra Civil o en los  terribles momentos que la sucedieron. cuentan con la aprobación general de una sociedad que comienza a atreverse con su pasado. Pero no  puede lidiar con el presente.

La violencia no  está solo en los  actos violentos, también en su contexto.  Aterra ver a los padres del menor, juzgado esta semana, acudir al  juicio: compuestos, conscientes de las cámaras que esperan al entrar y al salir y mostrando el apoyo  incondicional al presunto (allá cada uno...), y  el  desafío constante  a la contraparte. No es fácil pensar en estas circunstancias, pero de alguna manera tendremos que conseguir explicar que esto ocurre en la  puerta de al lado.

Está  la  educcación. Cierto. Pero no  solo, porque la misma, deplorable si se quiere, la están recibiendo todos los jóvenes que acuden al sistema de enseñanza pública en nuestro país, y no todos  derivan en semejantes comportamientos. Y, cómo no, está el  asunto de la sociedad líquida, en la que afectos y compromisos se diluyen en ese mar sin ética que baña nuestras playas personales y sociales. Pero,  vamos  a  ver, aparte de la genialidad del señor Baumann para sistematizar una teoría brillante,  la sociedad ¿no  ha sido siempre líquida? Naturalmente. ¿Qué generación no  ha vivido  una "crisis de  valores"?,  ¿cual de ellas no tuvo que lidiar con la desintegración familiar?, ¿quién se libró de la  crisis de las religiones, con sus idas y venidas? Vamos, que ¿quién escapó al pecado original?, en una palabra.

Y con todo y con eso, no nos echamos al monte así como así. Porque es muy difícil ser realmente violento.  A mi no me sale. Alterar, subvertir y trastornar elementos tan esenciales al  funcionamiento de una sociedad, como lo están hacciendo estas personas, es muy difícil. Recordemos al  Robert de Nito de  Taxi driver. Sus desasosegantes escenas ante el  espejo, anticipando  actitudes que le  facilitarán más tarde la descarga violenta, los monólogos en presencia de la chica que persigue... la soledad irredenta de su apartamento: el deseo de acabar con todo  eso agrediéndose a sí mismo en sus víctimas. A quien ataca es a sí mismo, cierto que como integrante de esa tribu que juzga inviable y por formar parte del horror,  pero a sí mismo.

Se pasa a la  violencia  por autodesprecio y se  pasa  a la  violencia por temor al otro.  Marta del Castillo era una mujer y desapareció por eso, lo que no  sé  si se ha acentuado suficientementte. El temor que la mujer está infundiendo en determinados  varones, de adscripción social y nivel educativo bastante homologables en todo  el mundo, es uno de los misterios de nuestro tiempo que, desde luego, las novelas suecas no  van a desvelar.

Así que la sociedad, nosotros, en lugar de estremecernos (de gusto) ante el horror que aflige siempre a los otros, debería aplicarse en la utilización de su variada panoplia de instrumentos, hasta conseguir identificar y aislar los comportamientos tóxicos que comprometen su funcionamiento.

Porque sería tremendo llegar a la conclución de que la democracia no sabe lidiar con la violencia o, peor,  que la  genera, en su incapacidad para alcanzar una verdadera distribución igualitaria de valores como la educación o la justicia. Quizá el  ruido con que ruge la sorda tempestad de los medios nos impida escuchar el  lamento de los individuos. Vergüenza para quiénes así se lucran de las lacras de los demás.

PD: la foto es otra increible imagen de Víctor Carrillo.

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