sábado, 22 de enero de 2011

La felicidad era eso...



¿Qué es lo que era la  felicidad?

Siguiendo  a la  fenomelogía, una buena versión actualizada sería la satisfacción del fumador que sale a la calle  y resuelve su perentoria necesidad, huyendo  de la  represión interior. Algo así como quien saca un pie de la manta en estos días tremendos y lo vuelve a introducir en el confort de la  cama: vuelve a ser feliz y por bien poco.

Pero como no  solo  somos así de inmanentes, como también buscamos más cosas, hemos perdido un poco el sentido. Porque ¿qué era la felicidad? Innmediatamente antes de la llegada de la crisis, ese fantasma que recorre España (y alrededores), la felicidad  era comprar, presumir, cenar en sitios caros; así,  alardear todo el día, de cualquier cosa; aprenderse marcas de vinos de memoria, hablar de añadas que nunca se disfrutaron, soltar nombres de personas y cosas que nunca se conocieron; lo que fuera que diera a nuestra vida un coturno suficiente para elevarla por encima de la de los demás.

Esta España que conmueve en la zozobra o se crece en la adversidad, hasta ganar un mundial si hace falta, ¿supo navegar en la  abundancia? No. Frivolizando en los primeros tiempos de la ominosa (esperemos que no llegue a década, aunque por la incompetencia de nuestros políticos no quedará...), a mi me pareció  que,  concretamente  a Madrid, hasta le  sentó  bien la colleja (de los  primeros momentos, la gota malaya que nos machaca ya no sienta bien a nadie ni a nada).

Aquel Madrid triunfante, en perpetuo ejercicio especular con Nueva York, era un coñazo. Además, la  referencia no era  la capital del estado americano del mismo nombre, sino el  "Nueva York" que ocupa el imaginario universal tanto del moderno como del hortera (que coinciden más de lo que se piensa). La suma y cifra del chic, la moda (por lo menos las compras)  y hasta la  cultura o la arquitectura, o cualquier otra cosa. Porque , no nos engañemos, el lujo de verdad, el lujo, tampoco es que a los españoles que inundaban las orillas del  Hudson, les ocupara demasiado espacio en la cartera ni, menos aún, en la  cabeza. Era más lo del turco, el chino y el japonés... y a buscar un bocata chorizo. Pero así nos apropiamos de la Gran Manzana y aver quién nos discutía la conquista.

Pues se acabó. Entonces, ¿qué era la felicidad? Este no parece mal momento para volver a indagar en los pliegues del alma,  qué es lo que queremos, y de eso que anhelamos, qué es lo esencial, lo  que de verdad nos acerca a... ¡la felicidad! Porque la ministra de cultura se empeñará en lo contrario, pero ni yo, ni muchos otros millones de españoles, estamos dispuestos a renunciar a ella (a la felicidad, a la ministra sí podemos renunciar) y a disfrutarla a este lado de la pantalla.

Vinculemos por un momento crisis y ley antitabaco (aunque solo sea por la desazón que entre ambas están generando en  amplios sectores de población). La vida en Madrid está cambiando. Y lo que la prosperidad no  logró con sus interminables horas de trabajo, lo está  logrando la  crisis: meternos en casa. Y  claro, si tampoco podemos fumar, pues ya está, a casa, a degustar unos ricos polos de tomate que habrá preparado alguien; así, como recuerdo de lo que pudo haber sido y no fue,  de cuando todos éramos Adriá. Quizá no lo estamos  valorando (... y disfrutando) en toda su intensidad, pero  vivimos un extraordinario momento de libertad antes de la  nueva norma que llega implacable. Estamos como en el Berlín de ese otro imaginario, del golfo e internacional:  ¡a vivir que se acaba el mundo!. Porque el  que conocemos se acaba, podemos estar seguros.

Y es que, cuando menos lo esperábamos, porque ya habíamos superado todos los complejos europeizantes de los 80 y los 90, cuando empezábamos a entender que lo de Europa tampoco era para tanto, ¡zas!, nos  hacemos europeos, y empezamos a aburrirnos como ostras, a salir solo a cenar, porque las copas son un desénfreno impropio de personas responsables. A follar por follar, sin amor ni nada, solo porque sienta bien y sale barato. Y a rodearnos de artilugios electrónicos en casa para defendernos del exterior.

¿Y un buen libro? De verdad,  es lo mejor. No  dejemos pasar la crisis, demorémosla si es preciso, sin hacernos las grandes preguntas, las de antes: ¿quién soy?, ¿qué quiero?, ¿qué es lo que no quiero?, y sí: ¿qué es la felicidad? Esas y otras respuestas solo las encontraremos en los libros.

El fálico y dominador Occidente, al que ya le están dejando sus instrumentos de penetración hechos unos zorros en todas partes, haría bien en replegarse, volver a ser clásico y pensar.  Y no  digamos  España, donde parece que el único que piensa es Guardiola. Quizá no andaba tan equivocado el trío Los Panchos cuando aseguraba que "bastaría con abrazarse y conversar". Claro, si la infame turba de tertulianos nos deja entendernos. Yo propondría el día sin radio: un día en el que ningún español escucha a ningún tertuliano y descubre en su señora, en el novio, el  lechero, el panadero... una sabia manera de compartir el tiempo y enriquecer su experiencia. Porque lo que no encontramos en los libros ya solo está en la  gente.

Sosiego, reflexión, conversación y calma nos traerán el saber, la estrategia y el placer que la Cope, o El Mundo, u otros similares vociferios, se empeñan en ocultarnos.

PD: La imagen que acompaña es de mi amigo Alexander Apostol, de su extraordinaria serie "Ensayando la postura nacional".

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