domingo, 6 de marzo de 2011

...é carnaval!

En lugares muy diversos del mundo es carnaval, en Brasil es otra cosa. Bueno, la misma, pero sin perder el  tiempo, que a lo que vengo, vengo.

No hay una ciudad más hermosa en la tierra que Río de Janeiro, ni más sudamericana. Verdaderamente, Río concentra las esencias del imaginario atribuido a Sudamérica. Sus playas, los morros desafiantes, la vegetación excesiva surgiendo entre casas y coches, un cementerio aparece de repente, bellísimo, el  centro torrencial y desordenado, las cuestas sin piedad de Santa Teresa, palmeras y coqueros frente al mar, buganvillas desatadas, y esa dudosa simpatía de sus habitantes.

Encuentras uno de los blocos en  que se organizan los desfiles de carnaval, y el mundo se para. A cualquier hora del día o de la noche. No hay un plan de tráfico previo. Al menos el Ayuntamiento no lo hace público. Así que lo mismo puedes disfrutar de la música desenfrenada en un mar de caipiriña, que observar la alegria de los otros desde un  taxi, jurando en arameo mientras el taxímetro avanza implacable, también a ritmo de samba. Pero ¿qué necesidad hay de trasladarse a otro lugar cuando la música y el  baile inundan nuestro entorno? Así que a disfrutar. ¡Es carnaval!

Tengo al  turismo por una de las más terribles plagas que acosan a la humanidad, desde hace unos veinte años, aunque nadie quiera darse cuenta de ello.  También la  crisis nos empeñábamos en ignorarla, así que preparémonos. Y el  turismo en carnaval es  voyeur o, peor, exhibicionista, caro y, además, frustrante.

Invadir una ciudad en su fiesta mayor tiene algo de indecente. La colectividad se suelta el  pelo y es posible  que la  abuela fume, la mamá se tome una copa de más, el niño  haga streptease y el  padre, el  padre es capaz de vestirse de mujer. Y no  tenemos porqué ver todo eso, los que no pertenecemos al lugar. Igual  en Sanfermines, que en la Feria de Sevilla: quienes disfrutan son los lugareños, porque son los que saben qué es exactamente lo que están transgrediendo, y ese es el sentido último de la fiesta.

Objetivamente, Río en carnaval es difícilmente soportable, si no  eres carioca de nacimiento y profesión. O de Hamburgo, por oposición y contraste, que como no se enteran de nada, pues están tan a gusto creyéndose la mar de integrados. Los momentos de concentración en torno a la música impiden el movimiento, seis horas puede ser la media de tiempo invertida para ver un momento de samba de unos 30 minutos. Pasa el camionazo atronando la calle y te deja los tímpanos rotos, los pies molidos a pisotones, el cuerpo cubierto de sudor y una cierta sensación de ligereza, porque, probablemente, te habrán vaciado los bolsillos. Y si entiendes las letras de los sambas tradicionales, te vuelves a casa inmediatamente.

Nada diré de las delicias y asombros del sambódromo, porque ahi no me meten ni en cuba de caipiriña. Si las fallas no llenaron tus sanjosés, ni Disneyworld significó nada en tu juventud, el sambódromo te lo puedes saltar. En tonces ¿qué?, ¿qué es eso del  carnaval? Transgresión, lo es, sin duda. Pero, se plantea el europeo curioso, ¿qué es lo que queda por transgredir, en un Brasil, ya de por sí, predispuesto al exceso? Y ahí es donde hay que comenzar a desmontar prejuicios.

Los niveles de roce y comunión entre  los cuerpos de Río, nunca se dieron en  la  calle La Estafeta, doy fe de ello. Los de Pamplona, cualquiera lo sabe, no  somos así. Luego, hay un Brasil esencialmente conservador, ese que Europa desconoce, que se desmelena, sin medida ni remedio, en cuanto llega el  carnaval. Y la fusión de razas, esa tan admirada, en realidad se da, no solo, pero ahora. Es en estos días cuando los negros pastorean la  calle más que nunca, desbordan con sus caderas el control de los blancos y, como imaginan, los pocos ricos que han  quedado en la  ciudad se refugian en sus casas. Esto es de la clase  C para abajo. Los únicos médicos o  ingenieros que encuentra uno por la calle, saltando sin parar, eso sí, son los que vienen de Rotterdam.

Quizá la más exquisita celebración de la femineidad en su belleza, sensualidad, maternidad y demás facetas todas, ocurra en la Semana Santa sevillana. Lo digo para dar una idea, porque en Río es todo lo contrario. El carnaval  celebra al hombre. Ninguna fiesta es más de hombres que el  Carnaval brasileño, en el que hasta el  estereotipo de belleza femenino propuesto,  aparece condicionado por la ambigüedad que lo acerque al masculino. Es la S/Z de Roland Barthes, en un juego de papeles sexuales en el  que el protagonista es siempre el hombre, transgrediendo los límites de la corrección social que le obliga a asumir una rigidez que el  carnaval hace saltar en pedazos.

Sí, el carnaval es homo, pero no gay. Lo que requiere explicación. El gay que llega de Colonia dispuesto a vivir aventuras no acaba de encontrar lo que busca, que es, invariablemnente, lo que ya tiene en su fria tierra. Por lo que, en general, termina pagando lo que ni sabía que estaba comprando, a precios que nunca confesará de vuelta al trabajo.  Y es que  la  transgresión ocurre cuando menos se espera, es sutil y desenfadada, anónima y sin compromisos, surge al compás de la música, se ampara en el disfraz, se atrinchera en el alcohol, no busca ni procura satisfacciónn sexual, sino liberación social.

Como sé que la tesis, sin ser revolucionaria, causará cierta sorpresa, invoco en mi apoyo el número último de la brasileña revista Epoca, que trata el  tema extensamente, preguntándose porqué un carnaval tan así, da paso a un año de represión homosexual, que es el día a día brasileño.

En fin, podemos hablar de Darcy Ribeyro y sus investigaciones de antropología social, para encontrar, en muchas de las tribus indígenas que todavía pueblan Brasil, esa feliz fusión precivilizatoria, en la que cuerpos iguales se cruzan buscando, solo, placer.

Así que, irredentos seguidores y fans de Marisol, no pongais rumbo a Río, porque no vais a entender nada.

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