martes, 8 de marzo de 2011

Estrellas y estrellados.

Es sabido que  los tiempos de crisis  generan liderazgos  dudosos,  estrellatos tóxicos y doctrinas para echarse a temblar.  Pero aunque esté en la  teoría, no  veo la razón de aceptar esa situción, asumiendo al enemigo en casa, como si no se pudiera apagar la (mala) televisión y retomar la vida (propia) de cada uno. La de cada uno, vértigo que, hoy, ya empieza a parecer insuperable en amplios sectores de  población y, muy principalmente, en las clases medias.

Tiempo tendrán los que no la vivieron, de analizar nuestra crisis. Como  no  estaré para discutirlo en el momento, adelanto  ya algunas tesis que iluminen a las generaciones futuras (quién sabe si, quizá, también a las presentes) y  anime a sus líderes a un ejercicio más responsable de la autoridad. Porque ¿qué fue antes?, ¿la crisis económica o la otra, la de valores? Quizá la vanidad del  esfuerzo por llegar adónde no teníamos ninguna necesidad de ir,  nos dejó tan atontados que la crisis económica se nos coló por causa de la otra, por no saber qué  hacer con nuestras vidas, con nuestro tiempo libre, nuestros afectos, amores y horrores.

Algo  de lo  que nos  pasa nos mereceremos, después de haber encumbrado  a Mario Conde, a Torrente,  a  Raúl, Belén Esteban, el Dioni, a Jiménez Losantos, a Umbral, a Pérez Reverte, a Paquirrín, al novio de su madre, a la ex de su padre, a los giles y ruizmateos, a Carmen Machi  y sus abominables creaciones, a Esperanza Aguirre y a Mouriño, cuyos destinos la presidenta ha unido hasta la muerte (¿con el consentimiento del  portugués?)... En fin,  tantos líderes de opinión que nos fueron imponiendo, unos, soltar los botones de la manga de las chaquetas (a los que utilizan chaquetas con esa particularidad); otros, la necesidad de enriquecerse aunque sea sin escrúpulos; quiénes, la  procacidad  en el  lenguaje como marca de caráccter; o las  camisas inexplicables, las barrigas indecentes,  el tartufismo  santurrón y delincuente. En general, si nos fijamos, una insoportable tendencia al  cabreo, el exabrupto y la ordinariez de esta España nuestra, a la que solo le hacía falta la llegada del padre Maciel, para acabar de confundir a las gentes de bien, que, justo es decirlo, mostraron un arrojo en la confusión más propio de otras causas, ¿verdad, señora Botella?.

Parece como si el  arte de vivir, eso  que El País ya denomina, sin pudor, "estilos de vida" y  hasta de vez en cuando  se atreve a llamar life style, se hubiera reducido a convertirnos en la imagen de alguna de las estrellas del momento. La que sintamos más próxima. Pero de soñar esa imagen también pueden resultar pesadillas: compárese, si no, a Sergio Ramos con Beckam. O a Ophrah con María Teresa Campos... Podríamos seguir.

Si alguien piensa que Carmen Lomana tiene algo que ver con la elegancia, quizá se haya sentido estremecido  por los deslices de Galliano. ¿Y éste, quién es? Ahora todo el mundo se preocupa  por sus opiniones, como si sus creaciones llevaran años ocupando nuestros armarios, pero Dior bien a gusto se lo ha quitado de encima.

Esto de la moda, por ejemplo,  ¿importa a alguien más que a las periodistas que se dedican a ella? Sin Meryl Streep, Anna Wintour nunca hubiera sido nada, y a su anonimato  ha vuelto. Si somos serios, ¿McQueen marcó  una época? Puedo entender que Jhon Lennon se sintiera más importante,  o  igual, que Jesucristo, pero  nunca creeré que Mel Gibson sea su representante en la tierra.

La  televisión se ha convertido en una especie de elcorteinglés proveedor, y sustentador, del individualismo democrático que nos  aconseja hacer, sin tregua posible, lo  que nos  venga en gana. Baja uno al metro y le asaltan simulacros de todas las comedias televisivas que aparecen en la parrilla. El mariquita que empìeza se colocó un flequillo Glee, la  devoradora de hombres hace lo que puede imitando a Eva Longoria, lo de las chicas aquellas de New York parece que ya va en declive, pero no los pavos que se disfrazan de mad man.  El gesto  seudohosco del  doctor House se nos  hace hasta más  fácil de imitar. Hay un ejército de adolescentes dispuestas a comenzar cualquier duelo de baile, solas o con sus amigas más íntimas, contra cualquiera que se haya interpuesto en el  camino de cualquier chico que les de igual, eso sí, con el  gesto fiero aprendido en los high schools americanos.

A esto  llegó y no  sabemos cómo pararlo. Pero, felizmente, también veo  extenderse una cierta nostalgia de nuestro yo, ese interior, inalienable,  independiente, que muchos padres no encuentran en sus hijos y que a muchos hijos les reconfortaría descubrir en sus padres. Porque en esta materia, la transmisiónn es fundamental. Y no miremos siempre a la escuela. ¿Se imaginan a cualquier profesor compitiendo con el life style de Sheen en su famosa serie?, ¿qué puede hacer una profesora frente a la gracia infinita de Carmen Machi?, ¿debe el jefe de estudios, adoptar el role model de Risto Meijide para ejercer alguna forma de autoridad?


Yo no  pienso "divertirme hasta morir", porque ya fui avisado por Neil Postman, y  hasta creo necesario  redoblar la  vigilancia ante esa función reguladora de la moral, y  de todos los  valores sociales pasados y presentes (no se pierdan las  trampas de series como "Cuéntame" ) que ejercen los medios de masas y, con ellos, la caterva de modelos, más o menos disparatados, que propone esta modernidad nuestra.  Modelar una generación es hoy  más fácil que nunca:  la indumentaria, y otros imprescindibles de nuestro consumo diario, la regulan las series de televisión, lo mismo que el comportamiento y hasta el  lenguaje. Esto último es lo  más desazonante porque, a veces, se traducen los diálogos tan mal,  que se unen a las aberraciones lingüísticas que cometen, sin motivo aparente, las series nacionales.  El resultado de todo esto es que nunca fue tan difícil como ahora ser rebeldes: ¡ayudémosles!

(Dejo para otro día las  series de vampiros y su recomposición de la moral sexual de nuestros jóvenes. Es algo terrible).


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