Con esta proclividad que mostramos los españoles a erigirnos en protagonistas de todo lo que ocurre (si son desgracias, casi mejor), pronto aparecerá en algún medio el previsible "todos somos japoneses". Yo no, vaya por delante. Ni aunque me empeñara alcanzaría diez minutos de japonesidad; ni estando dispuesto, que ya sería estar, a cambiarlos por una úlcera de estómago. Porque ver al Fujiyama arrancarse por bulerías y mantener impasible el ademán, no es cosa que esté a mi alcance. Y no deja de ser admirable el estoicismo con el que millones de japoneses son capaces de contemplar la tragedia de sus compatriotas; sobre todo porque, lejos de inhibir la acción, esa serenidad parece precipitarla, ordenarla y hacerla más eficaz.
Un terremoto de las proporciones del ocurrido estos días sobrepasa límites geográficos, fronteras políticas, cimientos culturales y hasta las convicciones personales, colocándonos, inexcusablemente, ante la fuerza de lo inevitable. Y, no está de más señalar, retransmitido en directpo por todas las televisiones del mundo. Así que terremoto a todas horas, si el anuncio de la dimisión de Zapatero no coge el relevo de la actualidad en las próximos días. Por cierto, igual no era mal momento, este en el que la luna se acerca más que nunca a la tierra... ¿no, Leyre: cómo van las conjunciones astrales?
Las imágenes que nos sirven todas las cadenas conectan de manera espectacular, tal vez obscena, desde luego dramática, con las que el cine nos provee continuamente. Yukio Mishima definía la belleza como "un caballo desbocado" y no es posible hurtarse a la sobrecogedora belleza de las olas de diez metros, lanzadas a 800 kilómetros por hora, ni a la de la ruina que deja su paso en las ciudades costeras. Hasta la negra columna de humo que surge de la central nuclear y las fieras torres de fuego, se yerguen ante nosotros con una siniestra y amenazadora belleza. Como los barcos por la calzada, en insólita conversación con los coches y hasta con los aviones, los montones de automóviles calcinados, que ni Demian Hisrst ordenaría tan artísticamente; las escenas que Ridley Scott ni soñó, las espirales land-art que Robert Smithson nunca logró hacer tan dinámicas, la tensión transmitida que James Cameron nunca fue capaz de originar...
Ya hubiese querido Mishima abrir en canal, con la espada que rasgó su vientre, las carreteras, puertos y ciudades del imperio . Como en sus delirios filosóficos, la acción pura, desencadenada por la naturaleza, ha logrado penetrar cuestiones eternas del Japón y de la humanidad toda. Él noveló, y hasta trató de vivir, la fatalidad de lo sublime; el terremoto sobrepasa ampliamente los planteamientos de aquel tardo-samurai poniendo de manifiesto lo sublime de la fatalidad.
Las próximas semanas, meses y, desgraciadamente, años, viviremos, otra vez, las lecciones que Japón impartirá al mundo. Algunas de las cuales no son nada desdeñables. Caerán en excesos regulatorios (tipo, no dejar entrar perros rastreadores de otros países, o impedir la distribución de agua o analgésicos no japoneses) pero el coraje, la unidad y la comunidad de destino que mostraron tras la Segunda Guerra Mundial, o en otras catástrofes naturales anteriores, y hasta en la caída de su economía en los años 90, volverán a brillar con el sol naciente.
A eso llaman, en inglés, resilience: la capacidad que tienen los materiales de recuperar su condición original tras el estrés inducido por algún agente externo. O sea, lo bien que recupera su forma original el sillón, después de nuestra siesta. Y eso no se lo niegan a Japón ni los chinos. Aunque para todo hay formas y, admirando la japonesa, no la comparto ni aspiro a ella. Podrían alcanzar la misma recuperación del estado original de forma más, me atrevería a decir, natural. No sé, quejándose alguna vez, que tiene que tener unas somatizaciones muy malas para la salud, esa cosa de no alterar el gesto aunque ¡te esté cayendo un edificio encima!, o un jefe, o la ruina, o la bolsa de Tokio, o, como ahora, todo ello al mismo tiempo.
Aunque tampoco hemos de olvidar la diferente frecuencia de onda entre ser humano y naturaleza, según la cultura en que sintonicen. Oriente y Occidente otra vez, que mira que somos raros todos. Aunque distintamente equipados para afrontarlo, ninguno de nosotros, de las antípodas a Ponferrada, se sustrae a la experiencia del sufrimiento. Y eso nos conmueve, aunque ocurra en Japón. La pregunta no creo que sea ociosa: siendo el terremoto, como la muerte, inevitable ¿cómo es que no estamos mejor preparados para hacer frente al dolor que causa?
Hay conferencias internacionales e investigaciones sobre todas las calamidades posibles: sobre el hambre, la proliferación nuclear, la devastación de la capa de ozono... Pero no hay ninguna conferencia internacional sobre el sufrimiento, que procure avances en el control de la desazón que causa a la humanidad su relación con la naturaleza, porque no es otra la fuente de nuestros sinsabores. Toda nuestra construcción cultural, con sus fundamentos en la antigua Grecia y sus últimos florecimientos en la moderna, no es capaz de mitigar el dolor y, menos aun, dar sentido a esa relación. Pero todo va por barrios.
San Agustín consideró a la naturaleza fuera de la Redención, por tanto dentro del pecado, lugar del mal. Desafiar la ortodoxia establecida por los Santos Padres en este punto esencial de la concepción del mundo, era panteismo, una cosa muy fea. Así que, en el ámbito occidental, ampliamente dominado por el cristianismo, la alienación del hombre respecto a la naturaleza se fue completando inexorablemente. La naturaleza, en su ferocidad incontrolada es lo opuesto a la razón. La misisón del buen cristiano es dominarla, sujetarla a razón y explotarla en consecuencia. No formamos parte de la naturaleza: lo humano es la razón.
No es la misma concepción del universo la que anima a los japoneses evidentemente y, quizá, alguna ventaja nos llevan en ese terreno, si ventaja es fundirse con el entorno y sentirse parte de un proceso irreversible que lleva a todo ser vivo a salir del estado de crisis que supone la vida y completarse en la perfección de la muerte. Sorprende en este contexto, la poca capacidad dela ciencia para explicar nada que sea importante. Lo que no quita para que lo que explica sea imprescindible.
Pero no se trata de abundar en un ecologismo apocalíptico, en realidad, al servicio de lo que parece combatir. Se trata de alcanzar una cosmologia abarcadora, capaz de expllicar nuestros avances y el miedo insuperable a su consecuencias, la mejora en las condciones de vida sobre el planeta y la amenaza constante de su fragilidad, la imposibilidad de excluír el azar y la casualidad de las previsiones más fiables, al menos hoy por hoy. Entender que la mudanza es la única condición estable de nuestro entorno y el azar tan activo como la causalidad.
Muy denso, muy interesante y revelador
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